Escribo prosa mientras junto valor para los versos, escribo prosa para que los versos se escriban casi solos, escribo prosa como quien empuja un buey por un cultivo.
Cuánta prosa para juntar valor para los versos, cuántas palabras con esfuerzo llevadas al final de cada línea, cuántos renglones rectos por no saber salir del surco.
No sé si volveré a escribir, tan lejos me queda el poema de ayer, adiós al que escribió esos versos, al clásico que fui; hoy le saco punta a un lápiz, éste es mi clasicismo, dejar el lápiz listo con su punta, la lengua lista con su lápiz, todo en la punta de la lengua, la vida lista pero no vivida, como una caja nueva con sus lápices de inigualables puntas, obras de un genio afilador. Misterio de la infancia y de la vida: ¿quién le sacaba punta a esos lápices?, ¿quién, dónde, cómo vive quien saca punta a los lápices de otros, el que sin escribir lo sabe todo, que saca las virutas del camino y afila sin decir palabra y no se embarca en ningún ritmo? ¿Dónde el poeta que no escribe, dónde la punta que se niega a ser usada, dónde la lengua aún guardada en una caja?
Las casas rodantes me iniciaron en el arte de decir lo más con menos.
Me aficioné de niño a dibujar los planos de esos habitáculos de estrechas dimensiones,
donde una mesa se hace cama, una litera sale del respaldo del sofá y el baño se reduce a un clóset.
Un mundo en el que todo se desdobla y cada cosa rinde a plenitud.
Con esos planos en papel cuadriculado me estaba ejercitando sin saberlo en otros trazos que vendrían.
Encarnan, si la tengo, una poética: que mis poemas rezumen prosa sin desbordarse de los límites del verso.
El propósito es el mismo desde entonces: hacer caber en la envoltura lírica el máximo de utilidad.
Comprime, me decía, depura, que nada sea una cosa sola, vamos rodando, el tiempo apura.
Si soy poeta se lo debo a aquellos planos con sus líneas rectas, con tantos acertijos encerrados.
Me enseñaron a sacar de la estrechez algo de holgura y aprendí que los poemas se escriben en papel cuadriculado.
Hay árboles que nacen para bosque y otros son un bosque sin saberlo. El árbol ignora el bosque y el bosque tal vez ignora al árbol, lo único que sabemos es la raíz que escarba y la rama que también escarba, una en su cielo de barro, la otra en su cielo de nube. La vida es escarbar y a cada cual su cielo.
Sus gruesas raíces han salido al descubierto y no permiten sentarse a su sombra.
Qué árbol es éste que crea su propia cerca y por si fuera poco se defiende con nidos de avispas.
Ha ampliado desmedidamente su dominio y sus raíces un día me tumbarán la casa.
Entonces dejaré que las avispas me piquen hasta volverme inmune a su veneno
y con la libertad que da el veneno no añoraré la sombra de mis muros, me arrastraré como raíz de ficus,
rama a flor de suelo que de tanto alejarse deserta del tronco
y no procrea hojas ni otras ramas, no da fruto o cuyo fruto es derruir un muro en su camino.
• Fabio Morábito. A cada cual su cielo. México: Ediciones Era, 2022, 120 p.
Fabio Morábito Poeta, narrador y traductor. En 2019 ganó el Premio Roger Caillois del Pen Club.
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